MEA CULPA
Mea culpa, mea culpa y mi grandísima culpa. Si, si, y la de muchos,
Qué he hecho yo por el monte?. Pues nada, ni yo ni casi nadie. Unos pocos han
hecho mucho y hasta con su vida. Pero eso no es suficiente. ¿Quién gestiona el
monte, ahora que en plena crisis nos podía dar tanto?.
Presumía yo en mi juventud de que más de la mitad del
territorio español era forestal y, eso unido a mi complicidad innata con el
bosque, me puse a estudiar esa ingeniería ¿Cómo no iba a encontrar trabajo? Pero
llegué tarde, se puso de moda el medio ambiente, las grandes infraestructuras y
todos a lo mismo ¿a donde se fue la sabiduría de los forestales, dónde las
competencias de los Distrititos provinciales, de los Patrimonios forestales, del
Icona…Dónde están los técnicos forestales, dónde la Administración forestal?
Parece que la veo perdida entre alimentos, agua, costas y el consabido
“medioambiente”. Casi se la ha tragado la tierra o se ha ahogado en otras llamas.
Arde el bosque, sobre todo, porque no sabemos qué es el bosque.
Un poquito de altas temperaturas, viento, mala suerte…y mucha ignorancia. Por
eso muchos vemos la tele y decimos: otro incendio! Ay, que susto!.
“Care silva",
queridos bosques, así comienza Häendel un aria de su preciosa ópera Atalanta;
también muchos cuentos tradicionales empezaban "Érase una vez un bosque
encantado..." y eso nos enganchaba a su lectura, y nos hacía sus
cómplices. En la pasada sociedad rural al monte le debían, entre otras muchas
cosas, el calor del invierno, el frescor del verano y el placer de los
sentidos. Además de alimentos y salud. La gente quería al bosque y el bosque no
ardía tanto.
Ahora cada día hay un incendio, hoy decenas. Hacemos que nos
irritamos pero, fuera de la truculencia de la noticia, no nos importa más. Se
ha repetido hasta la saciedad los millones de hectáreas incendiadas, las
pérdidas económicas, las ecológicas, el número de muertos, y como si nada.
Solamente nos quejamos, sin pensar que el 95% de los incendios son, directa o
indirectamente, provocados por el hombre. Se han buscado causas, soluciones,
culpables, pero nos tranquilizamos haciendo campañas y echándonos la culpa unos
"colectivos" a otros, o "buscando" al pirómano, que como ya
decía Cunqueiro mucho ruido y al final nunca aparece. Exceptuando unos poquitos
fuegos, creo que al monte le quema la ignorancia. El
hombre se ha olvidado de su valor.
¿Y si probásemos otra terapia? Por ejemplo, la del
conocimiento y del amor. Porque
¿fomentamos el aprecio del bosque?, ¿enseñamos a nuestros hijos, así en
general, a amar el árbol?
El árbol no es querido y en muchos lugares solo se le recuerda
por los topónimos. En Castilla, que ya lleva tiempo perdiéndolos, hasta la
concentración parcelaria, no siempre beneficiosa, ha acabado con hileras,
grupetes e incluso ejemplares aislados que eran un hito en ese hermoso paisaje
de escasas y puras líneas. En otros lugares son los encinares que se roturaron
para sembrar, los olivos que habrá que levantar porque sobra aceite, y los
viñedos sin cuyo cárdeno color nos quedaremos porque sobra vino.
Y ¿por qué cuento esto? Porque si seguimos desconociendo,
despreciando y maltratando nuestros bosques tendremos mucho perdido. Quiero
dedicar el espacio que me resta a lo que debemos hacer los que no podemos hacer nada, o sea los que nos duchamos con el
grifo cerrado, o nos crispamos por cada olor a chamusquina. Podemos hacer algo,
fácil y baratito: podemos contar, sensibilizar a otros, dar a conocer cada uno
lo que sepa, porque al fin y al cabo, casi siempre, la estupidez y la barbarie
tienen su base en la incultura y en la falta de formación, por no citar el egoísmo;
"pensar globalmente, actuar individualmente", es un principio de
difícil aplicación. Por eso, y aunque parezca obvio, quiero llamar la atención
sobre los valores del monte: valor productor, protector y social.
Aunque sobre todo el bosque es vida, millones de vidas, armonía
y belleza, no estaría mal recordar que son muchas las rentas directas que
producen los montes: madera (si son arbolados), leñas, resinas, ganadería, caza,
plantas aromáticas, medicinales, culinarias, pero también proporcionan bienes
intangibles corno son el confort climático, recreo, bienestar, limpieza de
contaminaciones, reserva genética y paisaje, ese incomparable paisaje que se
percibe con todos los sentidos. No todas se dan siempre, pero sí una que estimo
corno la más importante: la producción
de agua, hacia la atmósfera y hacia los acuíferos, papel que hay que
reconocer a los propietarios.
Como estamos en España, territorio que hemos ido desertizando,
la función protectora del monte supera, en general, a la social, incluso a la
de producción, ya que cumple un papel singular en la lucha contra la erosión y
el control de riesgos. La masa vegetal es capaz de mantener por adherencia gran
cantidad de agua y, si no existe, el agua se desliza rápida, arrastrando
materiales y puede anegar valles, destrozar cultivos, provocar daños a la
comunidad piscícola, a las vías de comunicación, al hombre, y terminar en el
mar o, lo que es peor, aterrando los embalses, que sí es verdad que hay alguno
al 10% de su capacidad, también lo es que otros, en poco tiempo, ni siquiera
tendrán esa cabida útil.
Para respetar y mantener este espacio conviene empezar desde
pequeños y para eso deberíamos contar a los niños, como antes, cuentos que se
desarrollen en bosques de hadas, en ríos cantarines, y alguno menos en naves
espaciales o en territorios calcinados por la guerra, con entes todopoderosos
que destruyen con solo extender el brazo. Hacerles oír además de "hoy no
me puedo levantar, el fin de semana lo pasé fatal", o el "zon
zon" del "bacalao", alguna musiquilla que estimule su
sensibilidad hacia la
Naturaleza. Enseñarles el placer de dibujar un frondoso
castaño, un potente roble o un campo de amapolas, además de los consabidos
robots, guerreros, etc. Y llevarles a pasear, además de la vista por el
ordenador, por el campo, por el paisaje.
Después, de mayorcitos, les haremos ver que si van de
excursión, es más satisfactorio llevarse un bocadillo de queso y unas
almendras, que una parrillada de chuletas; y menos agresivo y más placentero
escuchar, desde el silencio, el cantar del viento o de una cascada, que el
bramido de una moto, ladera arriba. ¿Se da cuenta el lector de la cantidad de paisaje
desaparecido o transformado o degradado en los últimos tiempos?
Y es que el paisaje parece como ese aire que nos rodea, que no nos va a
faltar pero, el de calidad, sí.
Ahora es otra cosa, ahora se nos queman todos los bosques. Los quemamos,
y los ribazos, los sotos y lo que caiga.
No entraré aquí en la pérdida de vidas, que en realidad es lo único
importante, en los daños económicos, ni siquiera en los ecológicos ya muy
comentados. Quiera resaltar una pérdida que a muchos pasará desapercibida: la
destrucción del paisaje.
El paisaje que además de constituir el trasfondo, el escenario de
nuestra vida, es goce estético. Un placer visual y del olfato y del oído, todos
los sentidos perciben el paisaje, que quizá echemos en falta cuando decidamos
levantar la vista de las “pantallas”. Claro que para el goce del paisaje no son
suficientes los ojos que ven e incluso miran, hace falta la conciencia para
contemplar, y eso es casi cultura.
¿Ha visto el lector un paisaje quemado? ¿Se ha parado a contemplarlo? No
verá, ni oirá, ni olerá, ni pisará y si lo hace más le valiera no hacerlo
Si ciertas alteraciones, cambios o deterioros del paisaje pueden detraer
su calidad, el incendio lo destruye de una forma irreversible, puede decirse
que cambia su signo y cuanto más valioso era más desolador es el resultado. Y
no sólo se pierde la estética de todos los valores que resume, se destruye su
valor testimonial, pues cada rincón del paisaje es un archivo de la historia y
evolución del medio.
Es verdad que en otros tiempos
también se han arrasado campos, se han cortado bosques para carbón, para la
industria, para cultivar algo, cuando el hambre, pero era todo paulatino,
lento, quito este pongo lo otro. El hombre se incorporaba a la evolución, no
era su enemigo. También es verdad que hay mucho paisaje, todo es paisaje, pero
algunos son singulares, irrepetibles y el de todos los días, ese que nos rodea
y en el que nos reconocemos o encontramos nuestra infancia tiene cada vez menos
calidad; el otro, el recóndito nos cae un poco lejos y ha de quedarse para las
ocasiones, aunque también llegaremos a él, todo es cuestión de tiempo, porque
ya sabemos del poco aprecio por lo que no cuesta.
Yo me decía hace tiempo: bueno, no dramaticemos sobre el lobo-mercado
feroz, porque el paisaje aún puede ser nuestro recurso más abundante, el menos
explotado; y la gente, tanto la de dentro como la de fuera, ya demanda calidad
en su entorno y además en su ocio. El paisaje puede ser una potencial mercancía
a vender con bajo coste para nosotros (consumir paisaje no supone deterioro ni
destrucción de nada, es como oír la radio) y puede ayudar a estructurar un
turismo rural que es la única perspectiva de muchas de nuestras comarcas.
El Convenio Europeo del Paisaje, que entró en vigor el 1 de marzo de
2004, ya aboga por la protección, gestión y ordenación de los paisajes
europeos, pero va muy lenta su aplicación.
Porque, además, el paisaje es un recurso socioeconómico ligado a su
calidad y singularidad, y el agricultor, al margen de las decisiones de los
ministros europeos del ramo debe diversificar sus rentas. Algunos hombres del
campo ya han comprendido que su futuro depende, en parte, de Ia conservación y
manejo de su paisaje, bien tan útil y escaso (en calidad) como el agua clara,
el aire limpio, las playas acogedoras, etc. A otros muchos, a los que viven de
todo eso que la Comunidad no quiere, habrá que decírselo.
Generalmente, podría decir siempre, calidad de paisaje indica calidad
ambiental y ésta se revela como un importante recurso monetario del futuro,
dinamizador de ciertas economías. Ubicación de viviendas, empresas o industrias
punteras no buscan únicamente lugares accesibles, ni proximidad a materias
primas, ni siquiera bajos costes si no, y sobre todo, calidad del medio
ambiente, calidad del paisaje.
El aprecio por el paisaje puede ser síntoma de madurez, de que vamos
adelantando en entender lo que es calidad de vida, y a ello nos ayudaría mucho
la consideración de que para disfrutar del paisaje no hace falta ser dueño de
la "parcela". Ya lo dijo el poeta: "Cleón" posee
ciertamente fanegas, pero el paisaje es mío". Y la emoción también, no es
cosa de despilfarrarlos.
Y, finalmente, habrá que convencer a los propietarios y conseguir
de la administración que, en lugar de una ínfima parte de las rentas directas,
les van a llegar otras por el mero hecho de mantener el bosque. Si se amenaza
con "el que contamina paga" ¿por qué no se promete "el que conserva cobra" y, por
tanto, una rentabilidad inducida por la simple existencia del monte? Ello no significa "no hacer nada",
sino una exigencia de buen manejo. Esto, en vez de inquietar a los gobiernos,
puede ser una oportunidad, un grano más para el bolsillo de los que deben
quedar en el agro para que pueda haber ese imprescindible equilibrio
territorial, del que tanto se habla: El
hombre rural guardián de la naturaleza.
Si se quiere algo menos altruista ¿por qué no menos
aerogeneradores, que también agreden el bosque, y más biomasa, que lo limpia? Y
pesar de tanto ambiente nos olvidamos que el monte es un perfecto organismo-empresa
sostenible “de la cuna a la tumba”, que se dice, y lo aprovechamos poco o nada.
Si tuviésemos la voluntad y valentía de progresar en eso que se llama la
“energía de la biomasa” y que está dormidita en sus inicios, cuánto ganaríamos,
nosotros y el monte.
Quizá así evitemos que mucha gente vea el bosque como algo
hostil, de lo que hay que huir, o algo inútil que hay que quemar.
Y ya es hora de que lo sepamos: el bosque no existe porque sí, es preciso un decidido propósito de
conservarlo, incluso por parte de "los que no podemos hacer nada",
porque sea de quien sea la culpa, a todos nos debería avergonzar lo que está
pasando.
Sería triste que a los pobladores de este principio de
siglo, con tantas hazañas a nuestras espaldas, nos tuviesen que recordar como “los quemadores del bosque”
PD:¿ y si encargásemos de su cuidado y custodia a los que
saben del monte?
Teresa Villarino Valdivielso
Dr. Ingeniero de Montes
Miembro de Comité de Medio Ambiente y Desarrollo Sostenible
Instituto de Ingeniería de España
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