LOS VIAJES DE ULISES
(Un alimoche aventurero en el Estrecho de
Priego)
Las
primeras luces del alba anuncian un nuevo día. Clarea el horizonte y desde
aquí, desde la cuevilla de la Hoz del Escabas, uno puede sentir como la niebla
acaricia las laderas repletas de bujes y sabinas. Un velo translúcido esconde,
provisionalmente, un lugar mágico habitado por seres efímeros. Es el misterioso
mundo de la bruma, ese espacio etéreo robado a los valles sólo por unas horas
de la noche y del día.
En el laberinto de humus y hojas
secas, un escuerzo, o sapo común, cava su madriguera ya fatigado de sus
andaduras noctámbulas. Si las noches salen buenas, los escuerzos interrumpen
temporalmente su letargo invernal para dar una vuelta y comer algunas lombrices
de tierra y babosas. En las noches templadas y húmedas de los meses más fríos
la vida aflora temporalmente a ras de suelo. Sale el escuerzo y también se
atreven a dejar sus escondites las ranas verdes y los sapos parteros,
corredores y de espuelas. Salen los escarabajos carábidos y los tenebriónidos,
los escarabajos peloteros, los enterradores, el escarabajo errante, algunos
barrenillos de la madera y el gusano de alambre. Las lombrices de tierra van
subiendo poco a poco a la superficie en busca de la fina capa de materia
descompuesta del suelo. Algunas babosas dejarán su característica huella
fosforescente después de la lluvia.
Como
el escuerzo, son muchos los animalillos que buscan algo que llevarse a la boca
recuperando, temporalmente, un metabolismo activo. Al final de su corta
aventura, bastarán unas contadas gotas de rocío para saciar la sed y volver
cada cual a su sitio. Inmóviles, como cortezas de pino, aguardan en su refugio
adormecidos, intentando que las reservas acumuladas aguanten hasta la siguiente
noche templada.
De los escuerzos se han dicho muchas
mentiras. Su imagen alimentó los rituales de brujería y multitud de leyendas
populares. Se decía que, al cogerlo, podía mear a su captor dejándolo ciego o
haciendo que no creciera si era un niño, pero sólo puede achacarse a los
escuerzos el hecho de poseer dos glándulas parotídeas secretoras de bufonina,
una sustancia levemente irritante y de sabor desagradable que les hace poco
apetecibles para sus depredadores naturales.
Algunos longevos escuerzos han
llegado a vivir más de veinte años. Llegarán a viejos menos de uno de cada mil.
Llegarán a viejos sólo aquellos que se libren de los dientes del turón y la
culebra de collar, de la nutria y del tejón, sólo aquellos que se libren del
pisotón y del zachazo, de ser atropellados o de morir silenciosamente
envenenados en nuestros huertos, pero el latido de la vida continúa en el mundo
de la bruma y de un tronco viejo de quejigo asoma, desperezándose, el lirón
careto. Saben los caretos todo lo que hay que saber de coger bellotas de
coscoja y de encina. Saben tapizar sus madrigueras de un finísimo manto
aislante de briznas vegetales.
Mientras el careto se afana en la
captura de un grillo de bosque despistado, el ulular lúgubre de un cárabo rasga
el casi silencioso bullicio de la noche, y casi nada, un instante, es lo que ha
tardado el lirón en recorrer, de forma automática, los siete metros que van
desde el claro de bosque al tocón del quejigo. Crean los lirones, los topillos
y los ratones de campo completísimos mapas mentales. Memorizan cada detalle,
cada paso, cada obstáculo de sus secretas sendas para poder volar, más que
correr, en caso de peligro. Corren hasta tal punto que chocarían con cualquier
cosa que haya cambiado en el transcurso de su corta ausencia.
Los mapas mentales guían a los roedores en los
intrincados laberintos de galerías subterráneas, desde las despensas a las
cámaras de cría, y, desde éstas, a cada una de las salidas exteriores. La vida
palpita en las profundidades de la tierra mientras cae la helada en la noche.
La bruma se convierte ahora en escarcha y la vida que afloraba hace sólo
minutos se esfuma como por arte de magia. Sólo aquellos animales con tamaño y
protección suficiente para mantener su temperatura corporal seguirán vagando
por el campo.
Un
nuevo ulular del cárabo, esta vez más estridente, más agudo, delata a la
silenciosa garduña. Los inviernos van pasando para ella a duras penas comiendo
los gálbulos o bolitas de sabina mora y de enebro, los escaramujos y, donde los
hay, los madroños. La garduña marca los límites de su territorio con rastros de
olor vehiculados a través de la orina y la secreción de diferentes glándulas
epiteliales. Como señales visuales, deposita sus excrementos sobre lo alto de
algunas piedras, en los claros de la vegetación o, de forma muy visible, en los
caminos.
En
el momento más secreto de la noche invernal, minutos antes de que el primer
atisbo de luz asome por el horizonte, el silencio casi puede tocarse. Toda la
tierra parece escuchar, tiritando, aguardando, el mensaje sonoro y visual del
alba. Mientras un pálido haz luminoso se proyecta en el firmamento, la cogujada
canta para decirle al mundo que la noche se acaba. Y así es, la cogujada canta
y el sol parece despertarse poco a poco para ir asomándose. Antes de que muera
la noche, el extraño maullido del mochuelo nos recuerda que cruzamos la barrera
entre dos mundos.
Toda
la tierra aparece cubierta de una fina película de agua cristalizada. Hasta las
pocas hojas que aún les quedan a los espinos albares se cubren de plata.
Al
rezumadero, donde mana el agua en lo hondo de un callejón de roca, sin embargo,
no ha llegado la helada. Protegido por la espesura de bujes y acebos, el
rezumadero acoge, todavía por espacio de unas horas, el milagro de ese mundo de
bruma y rocío. Mientras un vapor etéreo se eleva desde allí al infinito, el
petirrojo, el titiritero del bosque, bebe agua en la fuente de tobas y
helechos.
En
lo alto del callejón crece, desafiante, un tupido dosel de madreselva. Entre la
hojarasca, los diminutos, brillantes e inquisitivos ojos miopes de las
musarañas tratan de vislumbrar algo más que luces y sombras. Las musarañas tal
vez sean los mamíferos terrestres más primitivos de nuestro bosque. Los más
primitivos, los más voraces y los más pequeños, pero el sol comienza ya a
calentar y, poco a poco, me desprendo de la apatía de alimoche viejo para
preguntarme, una vez más, por qué diablos no tuve el valor de volar hacia
África este último invierno. Solo y aislado espero, desde mi cuevilla,
implacable, el paso del tiempo. Lo espero mientras vivo de los recuerdos que se
alojan en mi anciana memoria. Casi medio siglo de idas y venidas, de aventuras,
de preguntas sin respuesta y de vivencias que, sólo a ojo de buen alimoche,
pueden contarse.
ULISES
Escrito por Teresa Villarino
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