miércoles, 20 de junio de 2012

¿Huertos “urbanos”?


¿Huertos “urbanos”?

A diario, en nuestras contemporáneas sociedades, nos introducimos en unos conductos que nos depositan, más que trasladan, desde un punto a otro de la ciudad. Nos empleamos en trabajos de ocho horas frente a la pantalla de un ordenador cuya finalidad no acertamos muy bien a interpretar, aunque nos dicen que es para el beneficio de alguna importante empresa, posiblemente internacional. Nos relacionamos por medio de mails, mensajes de móvil, llamadas, vemos el mundo a través de la pantalla de una televisión. A fin de mes recogemos, con suerte, una cantidad de un bien, un intangible valor –si creemos lo que dice nuestro banco- que nos permitirá seguir por más tiempo plenamente integrados dentro del sistema, seguir “a flote”. Podremos desplazarnos entre Madrid y Berlín, por ejemplo, sin apenas darnos cuenta de que lo hemos hecho, pero quizá no conocemos un rincón de nuestro barrio que se encuentra apenas a unos pasos de nuestra casa, no sabemos nada de ese tipo que dice que vive dos pisos debajo del nuestro. Reglamentos y convenciones sociales, expresados en crípticos lenguajes administrativos y judiciales, conducen nuestras vidas y comportamientos habituales, aunque a veces nuestro adormecido instinto animal, nuestro propio discernimiento individual, se nos insinúa tímidamente, apunta alguna honda disensión respecto a lo que, se supone, debe acatar. La ciudad en definitiva, el ámbito, el escenario donde desarrollamos nuestra existencia, ha sido diseñado por políticos, planificadores, economistas y empresarios para nuestro perfecto desenvolvimiento y acomodo. Nada tenemos que hacer en ella salvo aceptar las reglas y vivir la vida ideal que alguien previó, aceptar lo que alguien prescribió que debíamos hacer en cada momento diferente, en cada lugar distinto.

Apeados, a caballo del progreso material, de la tradicional e histórica forma de construir el entorno existencial -bajo el imperio de ciertas normas y ordenanzas públicas no limitantes- con  medios propios, e ir haciendo así las ciudades y pueblos, sólo nos queda el reducto de adaptar nuestro propio hogar, a menudo sin embargo con los mismos muebles y complementos estereotipados de una gran marca internacional.


La labor en un huerto para un urbanita moderno revive en éste la vieja, latente, instintiva pulsión de trabajar la tierra, de trabajar con la tierra, con lo que “estaba antes”, de trabajar y emplear el esfuerzo físico en algo cuyo resultado, cuyo producto, podemos ver, entender, palpar... comer. Como algunas viejas técnicas y actividades “no alienantes” que han pervivido con el paso de los siglos –la bicicleta, el dibujo y escritura manual, la autoconstrucción, el paseo “sin objeto”-, se resiste a morir en el imaginario de la población, tanto oriunda de pueblos como nativa de las ciudades, pues se trata de una actividad en sintonía directa con las propias capacidades físicas y psíquicas de quien la lleva a cabo. 
Una zona urbana –¿qué área de nuestros actuales entornos no lo es?- reservada para la instalación de huertos urbanos, podría ser pues, -y en contra de los habituales parques “diseñados”, en que todo está previamente acondicionado y predispuesto por la autoridad municipal o técnica- un ámbito en que, como ocurría en las viejas y hoy añoradas ciudades históricas, se estableciera un equilibrio, un pacto entre unas determinadas ordenanzas y restricciones públicas, que cuidaran que aquello no se convierta en un espacio sin ley ni estética, y la propia forma de hacer de cada cuál que, en su pequeña parcela de terreno, va haciendo por el milagro de la simultánea acción conjunta de otros muchos como él, un entorno vivo, participado, caracterizado, y en contra de lo que ocurre en la mayoría de los recientes ámbitos contemporáneos, con una personalidad e identidad propias.

Escrito por

Arq. Miguel Gómez Villarino

Visiten nuestro sitio web 




No hay comentarios:

Publicar un comentario